Sentencia del Tribunal Supremo de 8 de julio de
2016 (D. ANTONIO DEL MORAL
GARCIA).
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SEGUNDO.- En un segundo motivo cuestiona el
recurrente la correcta incardinación de los hechos en el art. 248 CP evocando
una jurisprudencia que tomando pie en el adjetivo bastante que ha de
calificar el engaño característico de la estafa, niega la tipicidad cuando el
error proviene no tanto de la maniobra engañosa del defraudador, cuanto del
manifiesto descuido del sujeto pasivo. Como enseña la STS 135/2015, de 17 de
febrero, tal doctrina (sentencia 1285/1998, de 29 de octubre) ha de ser
manejada con cautela para no cuartear hasta límites intolerables la protección
penal del patrimonio desplazando a los particulares una tutela de la que no
puede hacer dejación el derecho penal. El supuesto ahora contemplado guarda
disimilitudes esenciales con los analizados en el ramillete de precedentes de
esta Sala que el recurso trae a colación.
Una cosa es la maniobra engañosa
burda y absolutamente incapaz de provocar un error en el sujeto pasivo de forma
que el desplazamiento patrimonial se provoque por la manifiesta desidia de éste
(es el caso del cobro de cheques en los que figura una firma fingida sin parecido
alguno con la auténtica) y otra extraer del tipo de estafa perjuicios
ocasionados mediante engaños dirigidos a quienes actuando de buena fe se mueven
en las relaciones sociales, laborales (como aquí) o mercantiles con unos
irrenunciables márgenes de confianza en los demás, indispensables para la
convivencia y el tráfico económico y comercial. La autotutela no puede llevar a
imponer al ciudadano e implementar en la sociedad o en el seno de una empresa
actitudes de extremada y sistemática suspicacia o sospecha en la que solo la
acreditación exhaustiva de cada extremo sería escenario apropiado para un
negocio o una transacción (STS 319/2013, de 3 de abril) o en que solo la
metódica y obsesiva desconfianza materializada en una sistemática vigilancia o
control permitiría a una empresa blindarse frente a defraudaciones o acciones
desleales de sus empleados. Habría que partir, según eso, de la presunción de
que cualquier comerciante o negociante es por principio un eventual defraudador
frente al que hay que mantener despiertas las alertas que sólo se podrán
relajar una vez comprobada y acreditada su buena fe. O de que cualquier
empleado es alguien dispuesto a defraudar a su empresa traicionando la
confianza que se deposita en él, de forma que no establecer unos mecanismos
férreos de supervisión que llevasen a detectar cada acción fraudulenta sería
déficit de auto tutela con consecuencias despenalizadoras.