Sentencia del Tribunal Supremo de 24 de abril
de 2017 (D. PABLO LLARENA CONDE).
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TERCERO.- En cuanto al criterio
fijado legalmente para evaluar si procede imponer al querellante - o al actor
civil-, la obligación de abonar las costas generadas con ocasión de la
tramitación de cualquier procedimiento, nuestra STS nº 169/2016 de 2 de marzo,
resume las premisas afectadas, en los siguientes términos: « 1.- Para resolver
la cuestión planteada es necesario partir de dos premisas generales. La
primera, que nuestro sistema procesal, partiendo de una concepción de la
promoción de la persecución penal como poder también de titularidad ciudadana (artículo
125 de la Constitución), se aparta de aquellos sistemas que reservan al Estado,
a través del Ministerio Púbico, la promoción del ius puniendi, ese sí de
monopolio estatal. La segunda, y por ello, en la actuación de aquel poder
reconocido a los ciudadanos, ha de ponderarse la concurrencia del ínsito
derecho a la tutela judicial, bajo la manifestación de acceso a la
jurisdicción, con el contrapunto de no someter a los denunciados a la carga de
un proceso como investigados o, después, imputados sin la apreciación de causas
más o menos (según el momento del procedimiento) probables.
Por otra parte, tal fundamento y
contexto del reconocido derecho a ser parte acusadora, deriva en el
reconocimiento de una total autonomía en cuanto al estatuto que como parte se
reconoce al acusador no oficial.
2.- De lo anterior deriva el sistema
de regulación de la eventual imposición a cargo del acusador no oficial de las
costas ocasionadas al acusado absuelto. La fuente normativa viene constituida
por el artículo 240 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Pero la misma exige
una interpretación que jurisprudencialmente se ha ido configurando en las
siguientes pautas que extraemos de las múltiples sentencias dictadas por esta
Sala.
Dos son las características
genéricas que cabe extraer: a) que el fundamento es precisamente la evitación
de infundadas querellas o a la imputación injustificada de hechos delictivos, y
b) que, dada las consecuencias que cabe ocasionar al derecho
constitucionalmente reconocido antes indicado, la línea general de viabilidad
de la imposición ha de ser restrictiva.
El punto crucial viene a ser la
precisión del criterio de temeridad y mala fe a los que remite el artículo
antes citado ».
La transcendencia de la
significación que se atribuya a los términos de temeridad y mala fe, obliga a
definir primero, si ambos conceptos tienen un contenido equivalente o, por el
contrario, el artículo 239 de la LECRIM viene a referirse a dos comportamientos
diferenciados, en cuyo caso resulta obligado delimitar el alcance de ambas
actitudes. En satisfacción de esa exigencia, debe proclamarse que pese a la
proximidad de ambos vocablos, recogen claramente dos actuaciones procesales
heterogéneas. Mientras la temeridad hace referencia al modo objetivo de ejercer
las acciones legales, adjetivando un desempeño que resulta claramente infundado
respecto del que es su marco legal regulatorio, la mala fe tiene un contenido
subjetivo e intencional, cuya significación se alcanza desde la
individualización -también subjetiva- de su opuesto. Sólo la identificación del
difuso alcance que tiene la buena fe procesal, permite proclamar dónde arranca
la transgresión del deber y cuando concurre el elemento del que el legislador
ha hecho depender la aplicación de las costas. La buena fe (del latín, bona
fides) es un estado de convicción de que el pensamiento se ajusta a la verdad o
exactitud de las cosas; por lo que, a efectos del derecho procesal, Eduardo
Couture lo definía como la " calidad jurídica de la conducta legalmente
exigida de actuar en el proceso con probidad, con el sincero convencimiento de
hallarse asistido de razón ". La buena fe hace así referencia a un
elemento ético cuyo contenido negativo, esto es, la ausencia de buena fe,
comporta una actitud personal, consciente y maliciosa, de actuar de manera
procesalmente desviada, bien en el sentido de obrar ilícitamente o, incluso, en
el de engañar. No es pues extraño que nuestra jurisprudencia haya destacado que
la mala fe, por su carácter subjetivo, es fácil de definir, pero difícil de
acreditar; lo que podemos decir que no acontece con la temeridad, que
únicamente precisa de una evaluación de contraste respecto de los postulados de
la ciencia jurídica.
En todo caso, ambas actitudes
entrañan que la acusación particular -por desconocimiento, descuido o
intención-, perturba con su pretensión el normal desarrollo del proceso penal,
reflejando el deseo de ponerlo al servicio de fines distintos de aquellos que
justifican su existencia; razón por la que la jurisprudencia proclama que la
temeridad y la mala fe, han de ser notorias y evidentes (SSTS nº 682/2006, de
25 de junio o 419/2014 de 16 abril), afirmando la procedencia de mantener una
interpretación restrictiva de estos términos legales (STS n.º 842/2009 de 7 de
julio), de modo que la regla general será su no imposición (STS 19 de
septiembre de 2001, 8 de mayo de 2003 y 18 de febrero, 17 de mayo y 5 de julio,
todas de 2004, entre otras muchas).
En nuestra sentencia 169/2016, de 2
de marzo, destacábamos también una serie de presupuestos procesales que afectan
a la decisión de imponer las costas al querellante o al actor civil. Además del
sometimiento al principio de rogación, hemos proclamado que: «1) La prueba de
la temeridad o mala fe, corresponde a quien solicita la imposición de las
costas (Sentencia Tribunal Supremo núm. 419/2014 de 16 abril).
2) No es determinante al efecto que
la acusación no oficial haya mantenido posiciones en el proceso diversas,
incluso contrapuestas, a la de la acusación oficial (STS 91/2006 de 30 de enero)
y 3) El Tribunal a quo ha de expresar las razones por las que aprecia la
concurrencia de un comportamiento procesal irreflexivo y, por tanto, merecedor
de la sanción económica implícita en la condena en costas (STS nº 508/2014 de 9
junio y núm. 720/2015 de 16 noviembre) ».
En relación con la justificación de
la eventual decisión de condena, resulta también controvertida la trascendencia
que pueden tener las decisiones jurisdiccionales que, a lo largo del
procedimiento, controlan la admisibilidad de la pretensión, pues la decisión de
admitir a trámite la querella, la de posibilitar a las acusaciones que
formalicen la imputación o la decisión de apertura del juicio oral, no son el
mero resultado de una opción procesal de la acusación particular (STS 91/2006,
30 de enero), sino que presuponen una consideración judicial de que la
pretensión de la parte puede no estar enfrentada a su viabilidad jurídica.
Al respecto, de un lado, hemos proclamado
que si tales decisiones interlocutorias fueran necesariamente excluyentes del
parámetro de la temeridad o mala fe, el artículo 240.3 de la Ley de
Enjuiciamiento Criminal sólo resultaría de aplicación en los casos de
desviación respecto de la acusación pública, pues la sentencia presupone el
juicio oral y éste la admisión de la acusación. De otro, que si el órgano
jurisdiccional con competencia para resolver la fase intermedia y decidir sobre
la fundabilidad de la acusación, ha decidido que ésta reúne los presupuestos
precisos para abrir el juicio oral, la sentencia absolutoria tampoco puede
convertirse en la prueba ex post para respaldar una temeridad que, sin embargo,
ha pasado todos los filtros jurisdiccionales (STS n.º 508/2014 de 9 junio). Por
ello, la evaluación de la temeridad y mala fe, para la imposición de las
costas, no sólo debe de hacerse desde la consideración de la pretensión y
actuación de la parte, sino contemplando la perspectiva que proporciona su
conjunción con las razones recogidas en las decisiones interlocutorias que la
han dado curso procesal (STS 384/2008, de 19 junio).
Proyectado lo expuesto al caso de
autos, no puede apreciarse el ejercicio temerario que la sentencia de instancia
proclama. La resolución impugnada argumenta la temeridad indicando que: "
el auto de la Sección Quinta [ que revocó el auto de sobreseimiento dictado por
el juez instructor ] sólo ordenó la continuación a efectos de practicar la
prueba médico forense acerca de la causa más probable de la lesión, y la
compatibilidad con la versión exculpatoria del acusado. Practicada esta, se
excluyó que la causante fuera un objeto cilíndrico, como, haya sido el causante
(una porra), desde entonces era absolutamente infundada y temeraria la
acusación formulada por la Sra. Marí Juana ". Pese a estas afirmaciones
debe observarse que lo que el dictamen pericial recoge, es que a la vista de
las marcas que quedaron en la lesionada tras el golpe, no puede concluirse si
las lesiones se habían producido mediante un impacto con un objeto cilíndrico
semejante a una porra o si podían derivar de una caída y del posterior impacto
de la cabeza contra una piedra. De este modo, el informe objetiva unas lesiones
-también recogidas en las fotografías existentes en la causa-, sin que se muestre
que la verosimilitud de la versión de la acusada desvanezca ante la tesis
enfrentada del acusado o ante la afirmación de su compañero de que vio al
acusado salir corriendo llevando la porra colgada; máxime cuando esas fuentes
de prueba (que no se han visto corregidas por ninguna prueba practicada en el
plenario) llevaron a la acusación pública a informar que la tesis acusatoria
era razonable, y a sustentar la decisión judicial de prosecución por los
trámites del procedimiento abreviado y a decretar posteriormente la apertura de
juicio oral.
Contemplada la decisión desde el
parámetro de ejercer la acción penal con mala fe, la defensa del acusado y de
los eventuales responsables civiles, concluyen en un ejercicio malintencionado
desde la consideración de que la acusación sólo se ha sustentado por la
querellante, habiéndola mantenido durante cinco años, para renunciar a ella
sólo cuando el procedimiento no admitía mayor demora. Sugieren con ello que se
ha ejercido para causar al acusado el perjuicio de su sumisión al proceso,
dilatándolo en el tiempo y desistiendo de su pretensión cuando el
enjuiciamiento no podía alcanzar una mayor demora. No obstante la realidad
fáctica en la que se asienta este juicio de intención, la convicción no viene
acompañada de ningún indicio objetivo que permita la inferencia, cuando -de
adverso- la recurrente expresa dificultades económicas -injustificadas, pero
igualmente posibles- que explicarían su cambio de postura.
El motivo debe ser estimado,
haciendo con ello innecesario el análisis del resto de motivos formulados en el
recurso.
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